Texto escrito originalmente en español, el 28 de noviembre de 2007, Rio de Janeiro, Brasil. Y publicado aquí ahora por motivos que traen estos temas de vuelta a mi corazón.
Mendigos neoliberales o El vendedor de besos
Hoy, volviendo a casa en el autobús 630, algunas cosas me han llamado la atención. El transporte pasa por las favelas de Mangueira y Jacarezinho. En Río de janeiro, sea en la zona que fuere, es casi imposible coger un autobús que no pase por una chabola, un barrio muy pobre o alguna comunidad marginada. Aquí, centro y periferia pierden un poco la noción antropogeográfica.
Es imposible también, en mi ciudad, que pases una semana entrando en autobuses sin que por lo menos en cinco intenten venderte algo. En éste ha habido un desfile de mendigos neoliberales.
Es un concepto forjado (o repetido) por un antiguo compañero mío, de los tiempos de la licenciatura y del grupo de teatro que creamos para intervenir en una huelga de estudiantes. Germano se llamaba, y decía que el “mendigo neoliberal” es aquel chico, hombre o mujer, que te vende el caramelo en el semáforo, el cacahuete en el tren o el dulce de banana en el autobús. Tan mendigo como el que pide, tan necesitado, olvidado, marginado. Pero ése vende. Tiene un producto, a nuestros ojos, más “digno” que su miseria personal. Miseria que, aunque parezca individual, es tan nuestra como suya. El hecho de que ese niño, hombre o mujer nos ofrezca algo para comprar nos hace pensar, muy neoliberalmente, que estamos cumpliendo nuestra parte, y tanto vendedor como comprador ven en el acto de vender lo que sea, algo más honesto que la mendicidad.
Ha entrado un hombre joven, ropa muy modesta, vendiendo caramelos. Nos contaba que era padre de un niño de 2 meses, enfermo en el hospital, tenía pulmonía. El padre en paro. No hemos sabido nada de la madre. Nos ha dicho que si comprásemos el dulce estaríamos ayudando a su niño y no a él, y que no emplearía lo que le diésemos en drogas o bebida. Por eso nuestro dinero (dos paquetes por un real) sería honradamente utilizado, quizás para salvar la vida de un niñito.
Mucha gente se ha llevado caramelos a casa, yo incluida, y probablemente sus conciencias más tranquilas, de lo que yo me excluyo.
Ha entrado otro vendedor, pero su producto eran las mismas golosinas que vendía el anterior, así que no ha tenido tanto éxito, aunque nos contara que era la primera vez que vendía cosas en la calle, que estaba también en paro, y que su mujer había muerto en un accidente.
No importa si las historias eran reales o no. El elemento de la realidad está en otros aspectos, que no dependen de nuestra creencia en aquella verdad o mentira.
Sin embargo, ha sido el tercer mendigo neoliberal (que quizás no merezca esa nomenclatura tan dura) el que más me ha tocado. Un niño de unos siete u ocho años. Era blanco, casi rubio, pies descalzos, ropa muy sucia, pelo igualmente inmundo, sonrisa puesta. No ha dicho nada. Ha entrado, sorteando cuerpos y bolsos, y se ha acercado a la primera persona. Pero se ha acercado mucho. La ha abrazado. El niño abrazaba y besaba a cada persona del autobús. Para hacerlo a la que se encontraba sentada en la ventana, casi se tumbaba sobre la otra, y no le importaba. Nos daba dos besos en las mejillas. Tan rápido, tan raro y tan niño, que nadie lo ha rechazado. Después de cada beso nos estiraba su manita, tan pequeña, tan sucia, tan brasileña, esperando las monedas.
Vendía lo único que poseía.
Ese niño, que estaba allí repartiendo besos, vulnerable, endurecido e infantil a la vez, podría, quizás, estar en alguna periferia de México D.F, a las orillas del Río de la Plata en la Boca, pidiendo en la Avenida Paulista o en Getafe, a las afueras de Madrid, en alguna comunidad latina. Y podría estar porque su sonrisa, sus ojos, su miseria y su grandeza eran extrañamente, terriblemente, latinoamericanos.
América Latina, vocablo, nación, expresión abarcadora o sectarizante, porque es sólo palabra. Depende, como todo, de la comprensión que le demos. Porque cuando deja de ser nombre y adquiere significado de realidad, de dureza, de puñetazo en las buenas y cristianas voluntades, cuando se convierte ambigua y paradójicamente en niños negros, rubios o indios, igualmente sucios e inmensamente crueles en lo que representan; en pensadores e intelectuales profundos en su hacer teórico y político; en poetas y narradores escandalosamente buenos; en pueblos monumentales como sus pasados y sus presentes, Latinoamérica se vuelve lo que realmente es. Se nos escapa por entre los dedos, es demasiado grande y demasiado compleja.
El niño olía a cigarrillo. Quizás sólo una de las tantas drogas que consume o consumirá para olvidarse, para no tener que acordarse de lo que podría y de lo que nunca podrá ser. Quizás su padre sea muy parecido al primer vendedor. Quizás no haya tenido nunca padre. Quizás haya estado enfermo de pulmonía. Quizás se haya muerto. Quizás se muera en la próxima esquina. Quizás alguien se acuerde de sus besos. Pero de nada sirve sólo acordarse.
Su olor se me ha pegado. No creo que deje de sentirlo jamás. Y no lo quiero.
Bethania Guerra
Río de Janeiro, 28 de noviembre de 2007
Mendigos neoliberales o El vendedor de besos
Hoy, volviendo a casa en el autobús 630, algunas cosas me han llamado la atención. El transporte pasa por las favelas de Mangueira y Jacarezinho. En Río de janeiro, sea en la zona que fuere, es casi imposible coger un autobús que no pase por una chabola, un barrio muy pobre o alguna comunidad marginada. Aquí, centro y periferia pierden un poco la noción antropogeográfica.
Es imposible también, en mi ciudad, que pases una semana entrando en autobuses sin que por lo menos en cinco intenten venderte algo. En éste ha habido un desfile de mendigos neoliberales.
Es un concepto forjado (o repetido) por un antiguo compañero mío, de los tiempos de la licenciatura y del grupo de teatro que creamos para intervenir en una huelga de estudiantes. Germano se llamaba, y decía que el “mendigo neoliberal” es aquel chico, hombre o mujer, que te vende el caramelo en el semáforo, el cacahuete en el tren o el dulce de banana en el autobús. Tan mendigo como el que pide, tan necesitado, olvidado, marginado. Pero ése vende. Tiene un producto, a nuestros ojos, más “digno” que su miseria personal. Miseria que, aunque parezca individual, es tan nuestra como suya. El hecho de que ese niño, hombre o mujer nos ofrezca algo para comprar nos hace pensar, muy neoliberalmente, que estamos cumpliendo nuestra parte, y tanto vendedor como comprador ven en el acto de vender lo que sea, algo más honesto que la mendicidad.
Ha entrado un hombre joven, ropa muy modesta, vendiendo caramelos. Nos contaba que era padre de un niño de 2 meses, enfermo en el hospital, tenía pulmonía. El padre en paro. No hemos sabido nada de la madre. Nos ha dicho que si comprásemos el dulce estaríamos ayudando a su niño y no a él, y que no emplearía lo que le diésemos en drogas o bebida. Por eso nuestro dinero (dos paquetes por un real) sería honradamente utilizado, quizás para salvar la vida de un niñito.
Mucha gente se ha llevado caramelos a casa, yo incluida, y probablemente sus conciencias más tranquilas, de lo que yo me excluyo.
Ha entrado otro vendedor, pero su producto eran las mismas golosinas que vendía el anterior, así que no ha tenido tanto éxito, aunque nos contara que era la primera vez que vendía cosas en la calle, que estaba también en paro, y que su mujer había muerto en un accidente.
No importa si las historias eran reales o no. El elemento de la realidad está en otros aspectos, que no dependen de nuestra creencia en aquella verdad o mentira.
Sin embargo, ha sido el tercer mendigo neoliberal (que quizás no merezca esa nomenclatura tan dura) el que más me ha tocado. Un niño de unos siete u ocho años. Era blanco, casi rubio, pies descalzos, ropa muy sucia, pelo igualmente inmundo, sonrisa puesta. No ha dicho nada. Ha entrado, sorteando cuerpos y bolsos, y se ha acercado a la primera persona. Pero se ha acercado mucho. La ha abrazado. El niño abrazaba y besaba a cada persona del autobús. Para hacerlo a la que se encontraba sentada en la ventana, casi se tumbaba sobre la otra, y no le importaba. Nos daba dos besos en las mejillas. Tan rápido, tan raro y tan niño, que nadie lo ha rechazado. Después de cada beso nos estiraba su manita, tan pequeña, tan sucia, tan brasileña, esperando las monedas.
Vendía lo único que poseía.
Ese niño, que estaba allí repartiendo besos, vulnerable, endurecido e infantil a la vez, podría, quizás, estar en alguna periferia de México D.F, a las orillas del Río de la Plata en la Boca, pidiendo en la Avenida Paulista o en Getafe, a las afueras de Madrid, en alguna comunidad latina. Y podría estar porque su sonrisa, sus ojos, su miseria y su grandeza eran extrañamente, terriblemente, latinoamericanos.
América Latina, vocablo, nación, expresión abarcadora o sectarizante, porque es sólo palabra. Depende, como todo, de la comprensión que le demos. Porque cuando deja de ser nombre y adquiere significado de realidad, de dureza, de puñetazo en las buenas y cristianas voluntades, cuando se convierte ambigua y paradójicamente en niños negros, rubios o indios, igualmente sucios e inmensamente crueles en lo que representan; en pensadores e intelectuales profundos en su hacer teórico y político; en poetas y narradores escandalosamente buenos; en pueblos monumentales como sus pasados y sus presentes, Latinoamérica se vuelve lo que realmente es. Se nos escapa por entre los dedos, es demasiado grande y demasiado compleja.
El niño olía a cigarrillo. Quizás sólo una de las tantas drogas que consume o consumirá para olvidarse, para no tener que acordarse de lo que podría y de lo que nunca podrá ser. Quizás su padre sea muy parecido al primer vendedor. Quizás no haya tenido nunca padre. Quizás haya estado enfermo de pulmonía. Quizás se haya muerto. Quizás se muera en la próxima esquina. Quizás alguien se acuerde de sus besos. Pero de nada sirve sólo acordarse.
Su olor se me ha pegado. No creo que deje de sentirlo jamás. Y no lo quiero.
Bethania Guerra
Río de Janeiro, 28 de noviembre de 2007